Si el tiempo fuese un objeto sería el más caro del mundo. Tiñe la vida en su totalidad; comienza con el mismo latido del corazón en el vientre materno, y fenece cuando esta víscera se detiene. No hay forma de revertir los segundos perdidos, al igual que no se pueden apresar los minutos desbordantes de gozo para que se detenga, ni se logra que discurra veloz cuando los sinsabores hacen acto de presencia. Tenía razón Huxley al decir: “Por muy lentamente que os parezca que pasan las horas, os parecerán cortas si pensáis que nunca más han de volver a pasar”. Tampoco se consigue frenar o pasar por alto el tiempo cuando las circunstancias que nos aguardan se presuponen difíciles. Aprovechándolo, se ahorran muchos disgustos: “Pierde una hora por la mañana y la estarás buscando todo el día”, decía Whately. Verdaderamente “el tiempo es oro”. Es un tesoro que se ha puesto en nuestras manos para que lo cuidemos y llenemos de contenido. Las grandes empresas se consiguen cuando no se desperdicia.

¡Hay tantas cosas en la vida que desearíamos abordar! ¡Tantos proyectos inmediatos que cuando nos vienen a la mente no podemos acometer! Pues bien, la época estival es buen momento para materializarlos. Y especialmente para disfrutar de los nuestros, compartir de buen grado y en feliz convivencia esos momentos que irán amasando la confianza, las entrañables confidencias, retazos de experiencias a veces desconocidas… Ocasiones únicas para decir ¡gracias! o reiterar un ¡te quiero!, gestos que harán de estos días algo inolvidable. Y si las situaciones que hayan de vivirse son difíciles y dolorosas, compartiéndolas serán más llevaderas. Al fin y al cabo, la mejor inversión está en lo más cercano, lo que tenemos a mano. Mirar a los que nos rodean con afecto, admitir lo afortunados que somos por tenerlos, y estar dispuestos a aprender de ellos nos ayuda a dedicarles nuestra atención, a no escatimar esfuerzo alguno para ofrecerles lo mejor. Pero si lo impide estar imbuidos en personales intereses, con diversas distracciones, enredados en cuestiones que no nos reportan nada, o dejando caer las hojas del calendario de manera egoísta buscando que nadie interrumpa la propia rutina, puede llegar un día en el que sea imposible retroceder. De nada valdrá lamentarse por lo que perdimos, ni el dolor de reconocer que no hicimos el bien que pudimos; ya no habrá solución.

Cuando se ama no se necesitan muchas cosas. Ni siquiera es preciso tener una bolsa repleta para buscar otros paisajes lejanos respecto a los que contemplamos día tras día. En el evangelio hemos aprendido que cada día tiene su afán. Y es momento para descansar del estrés, de las prisas que a muchos angustian, de tantas inquietudes por acontecimientos que puede que nunca tengan lugar, de compromisos que podrían aguardar su propio turno… En nuestras manos está acometer jornadas en las que un talante amable, conciliador, positivo, agradecido y generoso pueden convertir en hecho extraordinario lo más sencillo. Que no sean las vacaciones objeto de discusión, de desavenencias por verse obligados a convivir más estrechamente que el resto del año. ¡Qué triste sería que en ellas se desencadenaran rupturas! Y es que muchas veces se deja a Dios de lado, cuando debe ser Él quien presida todo. El primer y el último momento del día han de ser suyos; eso para empezar. Que, con su ayuda, amando a nuestro prójimo, estaremos haciendo oración y con ella todo va sobre ruedas. En resumen, como decía el papa Francisco: “Aprendamos a descansar el corazón, aprendamos a detenernos, a apagar el teléfono móvil para mirar a los ojos a las personas, a cultivar el silencio, a contemplar la naturaleza, a regenerarnos en el diálogo con Dios”. Esa es la mejor inversión.

Isabel Orellana Vilches, misionera idente

Fuente original: https://www.archisevilla.org/aprecio-por-el-tiempo/

Por Prensa