Homilía de Monseñor José Ángel Saiz Meneses en la Novena a la Virgen de los Reyes
Catedral de Sevilla.
Domingo XIX T.O.
Madre de la Esperanza
Saludos: Queridos Señor Deán Presidente y miembros del Cabildo Catedral; sacerdotes, diáconos, miembros de la vida consagrada; Asociación Virgen de los Reyes y San Fernando; hermanos y hermanas presentes en esta celebración. Segundo día de nuestra Novena, en el Domingo XIX del Tiempo Ordinario. Recuerdo que tras iniciar mi ministerio episcopal en Sevilla, el 12 de junio del año pasado, la primera semana fue de una gran intensidad en cuanto a celebraciones, visitas, encuentros y diferentes actos. Tuve ocasión de visitar algunas parroquias de los barrios Polígono Sur y Los Pajaritos. Allí pude comprobar la situación extrema de no pocas personas, familias, grupos y colectivos. También me reuní con colaboradores de las parroquias y voluntarios de diferentes ONGs. En aquellos encuentros, sin restar un ápice a la gravedad de las situaciones conocidas, percibí también una luz de esperanza en aquellas miradas, en aquellos rostros. La misma impresión tuve en los traslados de la Misión del Señor del Gran Poder y en la procesión extraordinaria de Nuestra Señora de los Reyes.
Nuestra época está marcada por una crisis de esperanza debido a las dificultades que se van sucediendo en el momento presente, y por la decepción de no verse cumplidas tantas expectativas forjadas a partir de los avances de la ciencia y de la técnica o de las grandes revoluciones de la historia reciente. Todavía no hemos superado los estragos de la pandemia, y se ha hecho presente en Europa el azote de la guerra. El ser humano, capaz de llegar a la Luna, de enviar sondas a Marte o de clonar seres vivos; el ser humano que quizá se creía capaz de conseguir todo lo que se propusiera, fue derrotado por un pequeño virus que lo sumió en el desconcierto. El mismo ser humano que mantiene conflictos armados en distintos lugares del mundo y que vuelve a embarcarse en otra guerra en la vieja Europa, no escarmentada por los anteriores conflictos. En esta situación, que hace tambalearse el orden internacional vigente, no extraño caer en el pesimismo.
Pido a Dios que salgamos de la pandemia un poco más humildes y realistas; ojalá salgamos de los conflictos bélicos un poco más juiciosos y fraternales. Lo cierto es que vivimos tiempos de sospecha y desconfianza ante los que rigen la sociedad y sus instituciones y de desesperanza respecto a que se puedan lograr los cambios que el mundo necesita, sumergido en continuas crisis de todo tipo. Cuántas veces se ha repetido la historia de cambiarlo todo para que al final nada cambie. Qué podemos explicar a quien no consigue encontrar un empleo estable, o no puede formar una familia, o no logra llevar a término sus proyectos personales, o ni siquiera puede mantener una hipoteca.
Ahora bien, el ser humano tiene necesidad de una esperanza creíble y duradera, que resista y supere las dificultades; particularmente los jóvenes, porque la juventud es el tiempo en que se toman las decisiones que serán determinantes para el resto de la vida. Pero ¿dónde encontrarla y cómo mantenerla viva en el corazón? El Papa Benedicto XVI nos recordó que la ciencia, la técnica, la política, la economía o cualquier otro recurso material por sí solos no son capaces de ofrecer la gran esperanza a la que todo ser humano aspira. Por otra parte, todos hemos experimentado que muchos deseos que se albergan a lo largo de la vida, cuando llega el momento de verse cumplidos, no acaban de llenar el corazón. Esto sucede porque la esperanza completa solo puede estar en Dios. La gran esperanza no es una idea, o un sentimiento, o un valor, es una persona viva: Jesucristo[1]. Cristo, que tiene rostro y corazón de hombre y que, por tanto, se preocupa de la historia humana y la comparte con nosotros.
La vida cristiana es un camino, una peregrinación, y también una escuela de aprendizaje y de ejercitación de la esperanza. La oración, el encuentro con Dios, el diálogo con Él, la conciencia de que Él siempre escucha, siempre comprende, siempre ayuda, es la primera fuente. También se nutre de la Palabra de Dios y de la participación frecuente en los sacramentos. El actuar y el sufrir son asimismo lugares de aprendizaje. Porque la esperanza cristiana es activa, transformadora del mundo, bajo la mirada amorosa de Dios. Y se nutre también del saber sufrir y del sufrir por los demás, del aceptar la realidad de la vida en lo que tiene de dificultoso[2].
La virtud teologal de la esperanza no se identifica ni con el optimismo psicológico ni con las ilusiones pasajeras. Se trata de un don de Dios que tiene componentes diversos: el gozo en el Señor, la serena certeza de su Providencia, la constancia en las pruebas y la paciencia en las dificultades, la perseverancia en el trabajo, la fidelidad en medio de los contratiempos; no es pasiva, no aguarda con los brazos cruzados, sino que se manifiesta en el aguante, la entereza, la confianza en Dios. El poeta francés Charles Péguy escribió muy bellamente sobre la virtud de la esperanza, que él veía como una niña, frágil, pero a la vez fuerte.
Según él –en un texto ya clásico- podría parecer, a primera vista, como que la esperanza, entre la fe y la caridad, tiene poco que hacer. Sin embargo, es la que mueve a las otras dos: “Colgada de los brazos de sus dos hermanas mayores. Que la llevan de la mano. La pequeña esperanza Avanza. Y en medio entre sus dos hermanas mayores aparenta dejarse arrastrar. Como una niña que no tuviera fuerza para andar. Y a la que se arrastraría por esa senda a pesar suyo. Y en realidad es ella la que hace andar a las otras dos”[3].
La esperanza se apoya principalmente en la fe, que es “fundamento de lo que se espera, y garantía de lo que no se ve” (Hb 11,1). Los ojos de la fe son capaces de ver lo invisible y el corazón del creyente puede esperar más allá de toda constatación humana, de toda previsión, como Abrahán, que confió totalmente en el Señor. Confiar en él significa fundamentar en él mi vida, apoyar mis criterios y decisiones en su Palabra, buscar siempre su voluntad. Es una virtud sobrenatural, don de Dios, participación de su vida. Esperar en Dios equivale a confiar plenamente en Él, vivir una confianza inquebrantable en el Señor, por encima de mis limitaciones, de mis faltas, de mis pecados personales, y también de las carencias institucionales.
Saber esperar. María “esperó con inefable amor de Madre”. Ella es modelo de esperanza confiada en Dios, que nunca abandona y que da las fuerzas para superar las dificultades, para ser sus testigos en medio del mundo, para superar el virus del desaliento, que es la acedia; la acedia que paraliza, que desinfla, que vuelve a los evangelizadores pesimistas quejosos y desencantados, que lleva al miedo, a la tristeza, al desencanto, a perder la intensidad espiritual y apostólica[4]. Insiste el Papa Francisco en que la acedia muestra una grave falta de esperanza en la providencia de Dios, en su intervención a lo largo de la historia. Nunca nos hemos de dejar llevar por el desaliento, sino esperar en toda circunstancia, en toda ocasión. María nos enseña a esperar. En mis tiempos de seminario cantábamos una canción con un estribillo sencillo pero muy significativo: “Santa María de la esperanza, mantén el ritmo de nuestra espera”. Eso le pedimos hoy, que nos ayude a mantener el ritmo y la intensidad de nuestra espera.
María es la estrella de la esperanza. El origen del título Stella maris es comúnmente atribuido a san Jerónimo (siglo V) y también lo utiliza san Isidoro de Sevilla (s. VII). El himno Ave maris Stella es del siglo VIII. Benedicto XVI, en su Encíclica Spe Salvi, hace referencia a este himno para proponernos a María como causa de nuestra esperanza, y recuerda que la Iglesia saluda a María como estrella del mar. En la antigüedad los marineros se guiaban por las estrellas en la oscuridad de la noche y confiaban en ellas para marcar su rumbo en el océano y orientarse hacia el puerto seguro. María es como la estrella del mar que nos guía por las aguas difíciles de la vida hacia el puerto seguro que es Cristo. A ella nos encomendamos especialmente en los momentos de sufrimiento y de crisis, en las etapas de dudas y oscuridad[5].
La Virgen de los Reyes, María Santísima, estrella y modelo de la Iglesia, está presente junto a nosotros como Madre de la esperanza, como “vida, dulzura y esperanza nuestra”. Conoce bien nuestro interior, los miedos y ansiedades, las alegrías las penas, las ilusiones, las necesidades y aspiraciones de la humanidad y de cada uno de nosotros. Ella nos precede y acompaña, nos alienta para que seamos mensajeros de esperanza en medio del mundo. Así sea. [6].
+ José Ángel Saiz Meneses
Arzobispo de Sevilla
Fuente original: https://www.archisevilla.org/homilia-de-mons-saiz-meneses-en-el-segundo-dia-de-la-novena-a-la-virgen-de-los-reyes-07-08-2022/