Carta dominical del Arzobispo de Sevilla
El pasado miércoles comenzábamos una nueva Cuaresma, una nueva oportunidad para hacer un alto en el camino y reflexionar sobre nuestra vida: sobre la familia, el trabajo, el ambiente, especialmente sobre nuestra relación con Dios y con los demás. Es un tiempo de combate espiritual frente al mal presente en el mundo, en cada uno de nosotros y en torno a nosotros; un tiempo propicio para reavivar la vida de fe y para seguir adelante en el camino de conversión. El Evangelio de hoy presenta a Jesús en el desierto, lugar en el que el ser humano está más privado de apoyos materiales y de distracciones, y resulta más fácil apuntar a lo esencial, a las preguntas fundamentales de la existencia. El desierto es también el lugar de la soledad y de la prueba. Jesús va al desierto y será tentado por el diablo para que se aparte del camino indicado por el Padre y siga otros senderos más cómodos.
Aunque en Sevilla la Cuaresma se caracteriza por una actividad frenética, sobre todo es un tiempo oportuno para revisar la propia vida y verificar nuestra escala de valores, sobre todo comprobar el lugar que Dios ocupa en ella. En esta semana, reflexionar sobre las tentaciones que Jesús soporta y vence en el desierto es toda una invitación a superar las tentaciones que también nosotros padecemos. El objetivo de toda tentación es apartar a Dios del centro de la vida, es organizar el mundo sin Dios, o considerándolo como algo irrelevante, es que nos fijemos únicamente en las realidades más prácticas y materiales. La tentación se nos presenta a menudo bajo apariencia ética, es decir, no invitando directamente a hacer el mal, sino más bien a ir abandonando lo intangible para centrarnos en “lo que de verdad es real”, lo que se puede palpar materialmente, en definitiva, centrarnos en el poder, la gloria y el pan material. Ante estas realidades tan constatables, las cosas de Dios parecen ciertamente más difusas, como algo secundario de lo que se puede ir prescindiendo sin problema (cf. Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, pp. 37-55).
Convertirse significa poner a Dios en el centro de la vida, seguir a Jesús de manera que el Evangelio sea la guía concreta, no utilizar la religión en provecho propio; significa reconocer que somos creaturas, que Dios nos ha creado y nos mantiene en la existencia, y de Él dependemos. Esto significa que nuestros criterios de actuación se han de iluminar desde la Palabra de Dios. Hoy día vivir como cristianos no es fácil, aunque formemos parte de una sociedad cuyas raíces son cristianas y seguramente hayamos sido formados en una familia y en una escuela cristiana. Por eso es preciso reafirmar el compromiso cristiano en medio de una cultura secularizada y del juicio crítico de muchos de nuestros contemporáneos; es necesario renovar y alimentar cada día nuestra fe, porque nos toca vivir contracorriente; es primordial ofrecer un testimonio valiente con la palabra y con la vida.
A la vez, hemos de mantenernos firmes en la defensa de opciones que muchos consideran superadas en temas relativos a la familia y a la vida, a la libertad de educación, o al bien común en todas sus formas. La tentación de esconder la propia fe para no entrar en posibles conflictos estará siempre presente. El tiempo de cuaresma es tiempo de ejercicio, de conversión, de reavivar la fe. Oración, sacrificio y compartir es lo que la Iglesia nos aconseja. Necesitamos oración, silencio y desierto. Charles de Foucauld, un místico de nuestro tiempo, nos recordaba que “es necesario pasar por el desierto y vivir en él para recibir la gracia de Dios; allí es donde nos vaciamos, donde arrojamos de nosotros todo cuanto no es Dios (…) Es un tiempo de gracia, un período por el cual necesariamente ha de pasar el alma que quiere producir frutos”.
+ José Ángel Saiz Meneses
Arzobispo de Sevilla
Fuente original: https://www.archisevilla.org/desierto-prueba-y-conversion/