Continuamos conviviendo con Jesucristo resucitado en este precioso tiempo de Pascua. Él nos explica las Escrituras y parte para nosotros el pan, como hizo con los discípulos de Emaús. En la Eucaristía de cada domingo, de cada día, Jesucristo sale a nuestro encuentro para explicarnos el sentido de la vida, de la historia, del futuro, de la vida eterna. Y siempre parte para nosotros el pan de la Eucaristía, que es su cuerpo entregado y su sangre derramada para nuestra salvación. Él nos ha prometido estar con nosotros todos los días hasta el final de la historia, y lo cumple. Su presencia eucarística es presencia fresca, joven, nueva, al alcance de todos nosotros, que podemos entrar en contacto con el Resucitado en su presencia física y cercana, la del sacramento del altar.
El evangelio de este domingo nos presenta otra de esas páginas llenas de belleza y de enseñanzas. La tarde de Pascua Jesús se puso a caminar con dos discípulos que iban de vuelta a sus casas, decepcionados de la aventura vivida en Jerusalén durante unos años con el Maestro. Éste había acabado crucificado, como la prueba más rotunda de su fracaso. A cuestas con el macuto de la decepción, no tendrían todavía otro plan de vida. Quizá volver al trabajo rutinario en el que antes se encontraban, quizá esperar a nuevas oportunidades que la vida ofreciera. Y en estas Jesús se puso a caminar con ellos, aunque ellos no le reconocieron de primeras.
Jesús con talante de buen pedagogo se pone a la escucha, de qué veníais hablando. Y aparece un punto de ironía: “¿Eres tú el único forastero en Jerusalén que no sabes lo que ha pasado allí estos días?”. Jesús continúa escuchando y prefiere el relato de los caminantes, invitándoles a que cuenten lo que han vivido. Jesús tantas veces sabe lo que nos pasa, pero prefiere que se lo contemos, que le demos nuestra versión. Es el lógico desahogo de quien se siente oprimido o preocupado.
El diálogo se hace rico en expresiones. Ellos cuentan y Jesús orienta e ilumina la experiencia. El punto clave consiste en descubrir que en todo lo acontecido hay un plan de Dios en favor del hombre y que ese plan redentor pasa por el sufrimiento y la muerte del Mesías. “¿No era necesario que el Mesías padeciera esto y entrara así en su gloria?”. Es lo que más nos cuesta entender: que Dios haya asumido el sufrimiento humano, dándole un sentido nuevo y que ese sea el instrumento central de la salvación del mundo. El sufrimiento y la muerte de Cristo vividos con amor tienen un valor redentor. Nuestro sufrimiento y nuestra muerte vividos con amor tienen también un valor redentor unido al suyo. He aquí la clave del misterio redentor, en Cristo y en nosotros. Qué necios y torpes somos para entender esto, aunque lo hayan anunciado los profetas, aunque lo haya vivido Cristo en primera persona.
El relato termina invitándole a Jesús a quedarse con ellos. Quizá no entendieran todo lo que Jesús les dijo, quizá incluso no entendieran nada o casi nada. Pero era tan agradable su compañía, resultó tan agradable el paseo vespertino. La compañía de Jesús, su cercanía, su comprensión resultaron iluminadores ya por el camino. Y Jesús accedió a quedarse con ellos aquella tarde. Entraron en la casa y él les sorprendió con la fracción del pan. Es decir, repitió ante ellos los gestos y las palabras de la última Cena en el cenáculo, y les dejó su presencia preciosa en la Eucaristía, desapareciendo de su vista.
“¿No ardía nuestro corazón mientras íbamos de camino?”, se dicen uno al otro. Y levantándose volvieron aprisa al Cenáculo para contar a los demás discípulos lo que ellos habían visto y oído, que coincide con lo que los del Cenáculo están comentando: “Es verdad, ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón”.
Que la presencia de Jesús en la Eucaristía afiance nuestra fe y nuestra esperanza en el Resucitado. Verdaderamente ha resucitado, aleluya!
Recibid mi afecto y mi bendición:
+ Demetrio Fernández, obispo de Córdoba.
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Fuente original: https://www.diocesisdecordoba.es/carta-semanal-obispo/como-los-discipulos-de-emaus