Tras el paréntesis que supuso el artículo anterior, que, dado el carácter fundante y la centralidad de la resurrección de Cristo en la fe cristiana, dediqué a ofrecer unas ligeras pinceladas sobre algún aspecto típico de la celebración de la Pascua en la tradición bizantina, retomamos hoy la introducción que vengo realizando – imprescindible, para comprender su realidad, antes de presentar cada una de ellas – a las Iglesias católicas orientales. Pero si hasta ahora esa introducción ha sido de carácter teológico – más específicamente eclesiológico – hoy empezaremos a exponer los factores históricos, geográficos y culturales.
Para comprender el origen y desarrollo, con una fisionomía e identidad propias, de las distintas Iglesias orientales – como, por lo demás, ocurre también con respecto a las Iglesias de Occidente, hoy reducidas, en la práctica, a la Iglesia latina romana – hay que tener en cuenta el marco en que la nueva religión cristiana nació, se expandió y se desarrolló, y que constituirá un factor fundamental y decisivo en ese proceso. Ese marco no es otro que el Imperio Romano.
El Imperio romano constituía una unidad política y administrativa, y tanto su unidad geográfica o territorial como sus infraestructuras – red viaria, comunicaciones marítimas, relaciones comerciales – no sólo permitieron, sino que favorecieron enormemente la expansión de la fe cristiana por todo el Imperio; un Imperio vastísimo, que, no lo olvidemos, fue el mayor de la Antigüedad.
Distinta era, sin embargo, la realidad a nivel cultural: el Imperio romano, en su proceso de expansión, sometería estados o reinos, anexionándose sus respectivos territorios, que poco o nada tenían que ver con la fisionomía e identidad del pueblo que se había desarrollado en la región central de la península itálica (actual Italia) y que acabó dominando toda la cuenca del mar Mediterráneo. Efectivamente, el Imperio romano, desde el punto de vista humano y cultural, era extremadamente heterogéneo: constituía un rico y variopinto mosaico de pueblos y etnias, cada uno de ellos con sus propias tradiciones, cultura y religión, que Roma, como norma general, toleraba… mientras no supusieran una amenaza para el Imperio o le ocasionaran muchos “quebraderos de cabeza”.
[Excursus: eso es precisamente lo que ocurrió con el díscolo y levantisco – dicho sin intención peyorativa – pueblo judío. Israel, debido sin duda en gran parte a su condición y a su conciencia de pueblo elegido de Yahvé, toleraba mal estar sometido a la dominación romana y protagonizaba a menudo altercados, revueltas, levantamientos. Este clima beligerante se percibe claramente en los evangelios como trasfondo del ministerio de Jesús; de hecho, la causa formal de su condena por Poncio Pilato será de índole política, y uno de sus discípulos, Simón “el zelota”, es apodado con un término que indica su relación, cuando menos, con un movimiento nacionalista revolucionario.
Esta situación acabó exasperando a Roma; así, con ocasión de la última rebelión judía, en el año 70, las legiones romanas, lideradas por Tito, hijo del emperador Vespasiano, arrasaron Judea y destruyeron Jerusalén y su mítico Templo. En Palestina quedaron los pocos judíos que no habían muerto, fueron vendidos como esclavos o condenados a trabajos forzados.
Y lo mismo ocurrirá, décadas más tarde pero con un trasfondo muy distinto, con los cristianos, que serán perseguidos, en tiempos y lugares variados, por la autoridad imperial. Aunque este caso serán sus ideas – su fe, con su correspondiente aplicación a la vida – y no sus revueltas armadas las que fueron percibidas por el Imperio como un peligro y una amenaza para su integridad].
Miguel Ángel Sánchez
Fuente original: https://www.archisevilla.org/substrato-historico-cultural-de-las-iglesias-orientales-i/