Hay momentos en la vida de los hombres y en la historia que vamos construyendo en los que se ve con necesidad imperiosa el crecer en la responsabilidad de uno mismo y de los demás. Los cristianos sabemos la alta responsabilidad que tenemos; basta recordar que Dios nos hizo a su imagen y semejanza. Vivir con esta belleza constituye una gran responsabilidad para uno mismo y ante los demás. Es verdad que regalar este modo de estar no es fácil, pero sabemos que Dios viene en ayuda de nuestra debilidad, nos regala también su gracia para crecer y ser cada día más parecidos a Él.
Como nos recuerda el apóstol san Pablo, por el bautismo hemos sido revestidos de Cristo, tenemos su vida. Quizá por eso me impresionó el otro día un texto del Evangelio en el que el Señor nos dice así: «No juzguéis y no os juzgarán; porque os van a juzgar como juzguéis vosotros, y la medida que uséis la usarán con vosotros. ¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la viga que llevas en el tuyo? […] Sácate primero la viga del ojo; entonces verás claro y podrás sacar la mota del ojo de tu hermano» (cf. Mt 7, 1-5).
Estas palabras son toda una manifestación de cómo hemos de situarnos en amistad con los demás, allí donde se codean alegrías, dolores, pecados, curaciones. El Señor nos mira en la totalidad de lo que somos: criaturas capaces de lo mejor y de lo peor. Pero se acercó a nosotros para que hagamos lo mejor, situándonos en medio del mundo como nos recuerda Jesucristo y que os traduzco así: «?No he venido a juzgar sino a salvar?, he venido a que utilicéis la medida de Dios en vuestra relación con los hombres, que es la desmedida del amor; deseo que miréis con mis ojos, veáis todo lo que existe y, viéndolo como yo, actuéis». O como nos dice el Papa Francisco: «La misericordia es el acto último y supremo con el cual Dios viene a nuestro encuentro» (VM 2). ¿Actúo como juez? ¿Mido con mis medidas? ¿Miro con los ojos del Señor? Crecer en la responsabilidad de uno mismo y de los demás pasa necesariamente por hacernos estas preguntas.
Y son muy importantes las respuestas que demos. Aquellas palabras de Jesús en el Evangelio, «vosotros sois la sal de la tierra, vosotros sois la luz del mundo», tienen una vigencia y actualidad grande para todos nosotros. Tenemos que reconocer abiertamente que estamos viviendo ya una época nueva. Sus manifestaciones son muy diversas y afectan de modo diferente a nuestras vidas. Pero creo que acierto si digo que hay una clara: los cambios que acontecen tienen carácter global. Aunque haya diferencias y matices, afectan a todos los hombres y a toda la humanidad. Hemos convertido el mundo en una aldea, donde nos conocemos y tenemos conocimientos de todos.
Dentro de esta época nueva aparecen factores que son determinantes y que nos deben hacer crecer en la responsabilidad de uno mismo y de los demás; como ocurre con la ciencia y la tecnología, con esa capacidad de manipular hasta la vida humana y de crear redes de comunicación de alcance mundial, en tiempo real. Esto afecta a las vidas y a la historia de los hombres en todos los ámbitos: cultura, economía, política, educación, arte, deporte, religión… Y a veces acaba ocultando la imagen y semejanza de Dios que tiene el hombre y oscurece el sentido de lo divino en la vida humana. De ahí la necesidad de que los discípulos del Señor nos hagamos presentes en medio del mundo.
Si no crecemos en la responsabilidad de uno mismo y de los demás, los discípulos de Cristo podemos estar permitiendo que se robe la dignidad del ser humano, que se establezca la esclavitud con nuevas formas y con aires de libertad. ¿Qué hay que hacer? Comenzar desde Jesucristo, hacernos dóciles discípulos del Señor y volver a ver, con pasión y con celo, lo que nos ha revelado Él haciéndose hombre. ¿Hay alguien que haya establecido los parámetros más grandes de la dignidad y la plenitud de la vida? Tengamos la seguridad de que, en Jesucristo, los hombres de todas las latitudes de la tierra volverán a encontrar su centro, pues solamente quien reconoce a Dios, conoce la realidad. Y así, tiene capacidad para dar respuestas verdaderamente humanas. Pero no nos preocupemos, tengamos la alegría de la que el Papa Francisco tantas veces nos habla: la alegría de ser discípulos misioneros, la alegría de anunciar el Evangelio.
Observad cómo hoy muchos, de modos muy diferentes, con palabras, con gestos, con acciones, con ilusiones, con ganas de tener y vivir la felicidad, nos hacen la misma pregunta que le hizo Tomás a Jesús: «¿Cómo vamos a saber el camino?» (Jn 14,5). Y escuchemos la provocadora respuesta que dio Jesús: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida» (Jn 14,6). Mostremos nosotros también ese rostro de Jesús con obras y palabras. ¿Cómo no dar la noticia de la nueva dignidad humana que regala Jesucristo? ¿Cómo no decir que hay vida nueva? ¿Cómo no hablar de la novedad de la familia?
Para crecer en la responsabilidad de uno mismo y de los demás, os invito a vivir un itinerario de formación que tiene cinco claves que se compenetran y se alimentan entre sí, son inseparables:
1. Encuéntrate con Jesucristo: escucha una y otra vez cómo el Señor te dice: «Sígueme». Es fundamental este encuentro, te llama a conocer cada día más y más al Señor y a dar testimonio de Él. Es un encuentro que ha de ser permanente, nunca acaba, termina el día que dejes este mundo.
2. Conviértete: significa que quien escucha al Señor y entra en su admiración, que va creciendo por la acción del Espíritu Santo, toma una decisión absoluta que lo mantiene en el camino de la amistad con Él y de cambiar de forma de pensar y de vivir.
3. Mantente en el discipulado: ten siempre la convicción de que la persona madura, cuanto más conoce a Jesucristo, lo ama y lo sigue. Ello le llevará siempre a profundizar en el misterio de su persona, de su ejemplo y de su doctrina.
4. Vive la comunión: hazlo como lo hacían los primeros cristianos, que se reunían en comunidad y participaban de la vida de la Iglesia y en el encuentro con los hermanos, viviendo en su amor y expresándolo acudiendo a sus necesidades.
5. Sal a la misión, anuncia a Jesucristo: en la medida en que conocemos y amamos a Nuestro Señor, tenemos necesidad de compartir con otros la alegría de este encuentro. Y salimos a la misión, a anunciar a Jesucristo muerto y resucitado, a construir el Reino de Dios.
Con gran afecto, os bendice,
+Carlos, arzobispo de Madrid
Fuente original: http://archimadrid.org/index.php/arzobispo/cartas/item/85770-crecer-en-la-responsabilidad-de-uno-mismo-y-de-los-demas