Os voy a hacer una confesión: ¿dónde he descubierto el secreto para cambiar el mundo? Contemplando el Crucifijo. Me mira y le miro. Le hablo y me habla. En las conversaciones nocturnas, cuando acaba el día y tengo más serenidad y vivo sin prisas, el pensamiento de lo que hizo el Señor, dando su vida por nosotros, crea en mi corazón un dinamismo especial que me hace ver lo más urgente, eso en lo que el Papa Francisco nos insiste tanto: la crisis ecológica es la crisis antropológica. Y me atrevo a decir que la crisis que elimina fundamentos al ser humano, a su convivencia, a la paz entre los pueblos, al reconocimiento de la dignidad del ser humano, a la defensa de la vida desde el inicio a su término, está en que «el ser humano olvidó su nombre». ¿Dónde encuentra su nombre? Mirando y contemplando el Crucifijo. Ahí descubre su nombre: «Soy hijo y hermano», «soy hijo en el Hijo y hermano en el Hermano».
¡Qué bueno es ver esos brazos extendidos! Nos dicen sin decir palabra, sino con obras concretas, que Él ha venido a buscar a todos los hombres, a darles salvación, a decirnos el nombre que tenemos, «hijo y hermano». Dos palabras que nos definen: una nos hace mirar a Dios y la otra a quien tengo a mi lado. Dos palabras que me hacen vivir en concreto la realidad y que, cuando las vivo de verdad, cambian este mundo. ¡Brazos extendidos! Para que nos demos cuenta de que nadie es rechazado por su amor y por su perdón. En Jesucristo, Dios nos ha dicho y nos ha dado los medios con los que quiere construir la historia de los hombres: el perdón y la misericordia. Ahora sí que podemos entender estas palabras: «Tu voluntad, oh Señor, es nuestra paz». Obedecer con sencillez y bondad, hacer y dejar hacer al Señor imitando a Jesús, que no vino a hacer su voluntad, sino la del Padre, es lo que nos hace entender y decir «hágase, pues, tu voluntad en la tierra como en el cielo». La plenitud de la caridad cristiana se lleva a cabo si vivimos con nombre, pero no con cualquier nombre, sino con este: «hijo y hermano».
Este nombre que tanta belleza tiene, y que es urgente que sea el que todos los hombres se pongan, hace ver claramente todas las cosas y nos hace ver quiénes son los demás y cómo tenemos que tratar a los demás. Es un nombre que nos dispone a amar a todos los hombres, que nos hace entender y vivir fielmente el Evangelio, donde el padrenuestro se convierte no en unas palabras más, sino en un modo de vivir y de existir en este mundo. Nombre que me hace respetar a todos; que me impide siempre hacer mal; que me anima a hacer el bien a todos; que me educa en el compartir todo lo bueno ya que es de Dios; que me mantiene contento y bendecido; que me ayuda a que florezcan en mi vida y en este mundo, junto a los demás, las virtudes más nobles. Cuando pienso en mí mismo y veo mi historia personal de cómo el Señor me saca de mi tierra y me hace recorrer tantos caminos ?Orense en Galicia, Oviedo en Asturias, Valencia, Madrid…?, acercándome a personas con ideas diversas, poniéndome en contacto con los problemas personales y sociales más agudos y amenazantes para los hombres, pero siempre manteniéndome en la calma de quien me pregunta: «¿Sabes quién eres?». Y naturalmente la respuesta siempre es la misma: «Aunque sé mi nombre, sé que en lo profundo de mi ser Dios inscribió este nombre: soy hijo y hermano».
Por otra parte, viendo y contemplando el Crucifijo, oigo una y otra vez: «Perdónalos porque no saben lo que hacen». Estas palabras tienen un eco profundo en nuestra existencia, un eco de ignorancia, pues no sabemos nuestro nombre, hemos olvidado lo que en verdad somos, «hijos y hermanos», y es bueno que el Señor nos lo recuerde siempre. ¡Qué tristeza me da escuchar a tanta gente con incapacidades grandes para vivir según lo que son, porque no ven más que ruinas, desastres, comparando con tiempos pasados, son profetas de calamidades! ¡Qué bueno es ver tanta gente que lucha y vive para hacer un mundo con hombres y mujeres con nombre! Son profetas de esperanza, siempre en disposición de ayudar, de buscar salidas para todos, de perdonar, de compartir, de otorgar a otros confianza, la misma que desearíamos que se nos otorgara.
De una manera sencilla, quiero deciros hoy todo aquello que se encuentra en el padrenuestro y nos impulsa a vivir dando el verdadero nombre al ser humano. Puede resumirse en tres bellas palabras que dan un contenido muy especial a la existencia del hombre y a la manera de construir nuestra historia:
1. Nombre: comienza la oración que salió de labios de Jesús, diciendo Padre Nuestro. ¿Os habéis puesto a pensar alguna vez la trascendencia que tiene esta invocación? No estamos solos, estamos acompañados, alguien nos cuida y nos guía. Se nos ha mostrado el rostro del Padre en su Hijo Jesucristo. Un rostro de amor absoluto, de absoluta pasión por el hombre. Cuando percibimos esta pasión y este amor, descubrimos que ser hijo no es cualquier cosa, pues se trata de seguir las huellas y los pasos de Jesucristo, su manera de vivir y de ser, la que Él nos ha dado con su vida misma en el Bautismo. ¡Qué nombre más bello tenemos todos los hombres! ¡Cómo no vamos a comunicarlo! ¡Cómo mantener en ignorancia del nombre que tenemos a los hombres! Este nombre de «hijo y hermano» es el antídoto contra cualquier egoísmo, guerra, enfrentamiento, descarte, olvido del otro, ignorancia de las necesidades de los demás, incapacidad para reconocer la dignidad de cada ser humano. Llamamos a Dios Padre y practicamos lo que decimos, mostrando con nuestras obras que somos hermanos. La urgencia de descubrir el nombre que tenemos es muy grande. Pongámonos manos a la obra. Demos a conocer el nombre verdadero que tenemos.
2. Reino: le decimos al Señor que venga a nosotros su Reino. Es maravilloso ver cómo el Reino coincide con la misma persona del Señor. Él es ese Reino en el que todo ser humano puede crecer y desarrollarse como tal, en la plenitud que le ha dado, en la dignidad de ser su imagen y semejanza. Él es la justicia, la paz, la verdad, la reconciliación, quien da dignidad al ser humano, quien le da valor, quien hace posible que el Reino llegue a todos los hombres. No es para los escogidos, lo es para todos y todos tienen que llegar a probar sus delicias. De ahí la certeza de que mostrarlo con nuestra manera de vivir y anunciarlo es un imperativo para quienes hemos conocido a Jesucristo; no puede separarse el vivir del anunciar.
3. Voluntad del Señor: necesitamos dar a nuestras vidas ese tono vibrante, esperanzado, lleno de consuelo y alegría. Es el tono que sale de labios de Jesús el día que se pierde en Jerusalén y, cuando lo encuentran sus padres, dice a su Madre: «¿No sabíais que tengo que ocuparme de las cosas de mi Padre?». Es el tono que María en las bodas de Caná nos enseña, cuando nos dice: «Haced lo que Él os diga», es decir, que cumplamos su voluntad. Es el tono que tan rotundamente se nos manifiesta en la Cruz: «Hágase tu voluntad […], a tus manos encomiendo mi espíritu». Es el tono que sale de labios de nuestra Madre la Virgen María que, ante la propuesta de Dios de que prestase la vida para darle rostro humano, dice sin vacilar: «Hágase en mí según tu Palabra». Para que Ella sea maestra en hacernos vivir según la voluntad de Dios, nos la deja como Madre con aquellas palabras que dirige a san Juan y, en él, a nosotros: «Ahí tienes a tu Madre».
Con gran afecto y con el deseo de que tengáis este nombre, os bendice,
+Carlos, arzobispo de Madrid
Fuente original: http://archimadrid.org/index.php/arzobispo/cartas/item/87215-un-secreto-para-cambiar-el-mundo-dar-nombre-a-todo-ser-humano