Con estas palabras comienza el tercer domingo de adviento: “Alegraos siempre en el Señor; os lo repito, alegraos”. Nos encontramos en el domingo de la alegría cristiana, una alegría que no viene de fuera adentro, sino de dentro afuera. Es la alegría de tener a Dios con nosotros, y concretamente en estos días de tener cerca al Hijo de Dios que va a nacer del vientre virginal de María. “El Señor está cerca”.
A veces se nos presenta la religión como un código de preceptos, y de preceptos negativos que impiden la felicidad humana. Es célebre el dicho de F. Nietzche: “El cristianismo ha dado al eros un veneno, que, aunque no lo llevó a la muerte, lo convirtió en vicio”. Lo cita Benedicto XVI en Deus caritas 3, para responder que el cristianismo no ha envenenado el placer de la vida para hacerlo vicio, sino que el cristianismo ha dignificado el amor humano haciéndolo virtud.
Dios no es el aguafiestas del hombre, Dios no interviene para fastidiar o para rebajar la felicidad humana. Todo lo contrario. Dios ha venido a redimir al hombre de sus esclavitudes, de sus pecados, de sus vicios y a darle una vida nueva, que lo renueva todo, para llevarnos a la plenitud de la santidad. Ahí está nuestra felicidad, en parecernos a Dios participando de su misma vida divina, en ser santos.
El tiempo de adviento nos hace caer en la cuenta a la luz de Dios del desastre introducido en la humanidad por el pecado, por el pecado original que todos heredamos y por los pecados personales de los que somos culpables. Abandonado a su suerte, el hombro no tiene remedio, no tiene salida. Ha de ser sacado de esa situación por un amor más grande, y este es el amor misericordioso de Dios manifestado en su Hijo Jesucristo, y que hemos de acoger con humildad y gratitud.
El anuncio de que viene el Señor a salvarnos lleva consigo toda esa historia de amor por parte de Dios y de rechazo en el pecado por parte del hombre. En esta lucha, el vencedor es Dios porque su amor es más grande que nuestro pecado. El anuncio de esta salvación que ya ha comenzado a realizarse en la historia es motivo de inmensa alegría, esto es, de una alegría sin medida. Esa es la alegría que este domingo III de adviento proclama.
El hombre tiene remedio, se ha encontrado remedio y sanación de sus males. Nuestro remedio y salvación se llama Jesucristo. El hombre encuentra solución a sus problemas más hondos si se acerca a Jesucristo, si participa en su vida, si se deja amar por él.
La alegría cristiana no viene, por tanto, de fuera. No es fruto de lo que uno come, por muy exquisitos que sean esos manjares, ni de lo que uno bebe por muy elixir que sea esa bebida. En nuestros días, esa alegría no viene del “chute” que uno se inyecta con la droga de último diseño. Estas alegrías que vienen de fuera no llenan el alma y dejan un vacío más grande, dejan resaca. Estas alegrías hay que comprarlas y son caras, porque no se tiene de la otra, de la verdadera alegría, que es gratuita.
El anuncio de la Navidad es motivo de gran alegría, pero no nos dejemos arrastrar por el consumismo, por el placer, por cualquier tipo de pecado. No aprovechemos la Navidad para alejarnos de Dios. Viene el Señor y busca corazones capaces de acogerle en la sencillez, en el silencio, en la oración y en la caridad fraterna. Esta alegría recibida es para compartirla, y así se multiplica y se agranda en nuestros corazones.
Recibid mi afecto y mi bendición:
+ Demetrio Fernández, obispo de Córdoba.
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