Se ha cumplido la promesa de Dios a su pueblo: «las tinieblas cubren la tierra, pero sobre ti amanecerá el Señor, su gloria aparecerá sobre ti». Esto es lo que celebrábamos el pasado viernes en la Epifanía del Señor: la manifestación de la Luz de Dios, que es su Hijo venido en carne, envuelto en pañales, e ilumina a todos los hombres de buena voluntad, que, en todos los pueblos de la tierra, buscan la verdad, y peregrinan con esperanza hasta llegar, perseverantes, a la meta guiados por la estrella de la fe que a veces se oculta. Hay esperanza para todos los pueblos de la tierra: En Cristo, luz de los pueblos, Dios ha revelado el misterio de nuestra salvación, que se ofrece a todo hombre sin distinción. Cristo se muestra como la meta última de la peregrinación y de los anhelos más hondos y auténticamente humanos de los pueblos y de los hombres en la búsqueda de la salvación.

Desde que acaeció este misterio de salvación universal, han transcurrido ya veinte siglos. Pero aún no se ha cumplido plenamente, aún no ha alcanzado a todos: a comienzos del tercer milenio después de la venida de Jesús, «una mirada global a la humanidad demuestra que esta misión de la Iglesia se halla todavía en los comienzos» (San Juan Pablo II). Y nos apremia a que se cumpla entre los hombres, conforme al designio de Dios manifestado en este mismo acontecimiento que llena este día de la Epifanía. Urge, pues, que se impulse decididamente en nuestro tiempo entre nosotros el anhelo de anunciar a los hombres contemporáneos nuestros a Cristo, luz del mundo, de este nuestro mundo que se introduce en una nueva época de su historia, que, por tantas razones y hechos, parece estar reclamando un nuevo orden mundial político y económico, también cultural y espiritual, un renovado humanismo; «este nuevo orden no funciona si no hay una renovación espiritual, si no podemos acercarnos de nuevo a Dios y encontrar a Dios en medio de nosotros» (Benedicto XVI), como los Magos de Oriente, símbolo de alguna manera de las búsquedas de nuestro tiempo, los cuales, habiendo encontrado la meta que buscaban –el Príncipe, Rey de la paz, Dios-con nosotros–, vuelven por otro camino del que traían antes donde habían encontrado tantas dificultades y falsas interpretaciones, y volvieron por una ruta nueva que nace del encuentro con Dios y de la adoración a Él. Ahí está el comienzo de una humanidad nueva, la marcha por un nuevo camino, la luz de una nueva etapa en la historia humana; tras el reconocimiento y la adoración de Jesús se abren a una grande y nueva esperanza.

Como dijo el Papa Benedicto XVI a cientos de miles de Jóvenes reunidos en Colonia en el 2005: «Podemos imaginar el asombro de los Magos ante el Niño en pañales. Sólo la fe les permitió reconocer en la figura de aquel Niño al Rey que buscaban, al Dios al que la estrella los había guiado. En Él, cubriendo el abismo entre lo finito y lo infinito, entre lo visible y lo invisible, el Eterno ha entrado en el tiempo, el Misterio se ha dado a conocer, mostrándose en los frágiles miembros de un niño recién nacido. «Los Magos están asombrados ante lo que allí contemplan: el cielo en la tierra y la tierra en el cielo; el hombre en Dios y Dios en el hombre; ven encerrado en un pequeñísimo cuerpo aquello que no puede ser contenido en todo el mundo»… Aquí comenzó su camino interior. Comenzó en el mismo momento en que se postraron ante este Niño y lo reconocieron como el Rey prometido. Pero debían aún interiorizar estos gozosos gestos. Debían cambiar su idea sobre el poder, sobre Dios y sobre el hombre, y así cambiar también ellos mismos. Dios es diverso; ahora se dan cuenta de ello. Y eso significa que ahora ellos mismos tienen que ser diferentes, han de aprender el estilo de Dios… Aprenden que deben entregarse a sí mismos: un don menor que éste no es digno de este Rey. Aprenden que su vida debe acomodarse a este modo divino de ejercer el poder, a este modo de ser de Dios mismo. Han de convertirse en hombres de la verdad, del derecho, de la bondad, del perdón, de la misericordia, del amor… Tienen que aprender a contribuir a que Dios esté presente en el mundo.

Hoy a este mismo Cristo, ante quien se postran los Magos de Oriente y le adoran, lo tenemos entre nosotros, en la Eucaristía, en el Pan Eucarístico, en el tabernáculo de la misericordia, en el sacramento del Altar. ¡Venid, adorémosle! La adoración de Dios no es humillación del hombre, sino enaltecimiento de su dignidad. El reconocimiento de Dios por el hombre cuando le adora es purificación de su corazón, reorientación de su vida, liberación de su libertad cautiva e identificación de sí mismo, ya que fue el hombre creado a imagen y semejanza de Dios; por amor fue creado y en el amor halla el sentido más auténtico de su existencia. Si el hombre edifica su vida personal y social al margen de Dios, la edificará contra sí mismo, ya que Dios es su origen, camino y meta, fuente, compañía y norte; el encuentro con Dios, la adoración, nos llevan a reemprender el camino por sendas nuevas de amor y de verdad, de luz y de esperanza, de libertad y de dicha. Dios no es competidor del hombre, sino amigo del hombre. Por eso, los hombres de nuestro tiempo, nadie en nuestra sociedad, deberían tener miedo de Jesucristo ni cerrarse a su reconocimiento. Su luz es el esplendor de la verdad. Dejémonos iluminar por Él todos los hombres y pueblos de la tierra, y veremos alumbrar una realidad nueva y se abrirán caminos nuevos en esta etapa de la historia: dejémonos envolver por su amor y encontraremos caminos de paz, de la que estamos tan necesitados. Postrémonos ante El, adorémosle con los Magos de Oriente y veremos la salvación. Detengámonos ante la escena de los Magos de Oriente, conservémosla en nuestro corazón, adoremos con ellos al Señor, abramos nuestra mente y nuestro corazón a Cristo, ofrezcámosle los dones de nuestra búsqueda, el don de nuestra vida, acojamos el mensaje exigente y siempre actual que en este hecho de los magos de Oriente encontramos. «Exigente y siempre actual ante todo para la Iglesia que, reflejándose en María, está llamada a mostrar a los hombres a Jesús, nada más que a Jesús, pues Él lo es Todo y la Iglesia sólo existe para permanecer unida a Él –en adoración– y para darlo a conocer» (Benedicto XVI). Vivamos, por tanto, como Hijos de la Luz, y llevemos a los hombres a Cristo, verdadera Luz del mundo.

Así lo expresa también la Iglesia uniendo a la fiesta de la Epifanía la Jornada Mundial de la Infancia Misionera y de los catequistas de las misiones. Es la fiesta de los niños que viven con alegría el don de la fe y rezan para que la luz de Jesús llegue a todos los niños del mundo. Alentemos este espíritu misionero entre los niños. Tengamos muy presentes a los niños de los llamados países de misión, cuyos rostros necesitados de tantas cosas a veces golpean nuestra comodidad y nuestra cerrazón, de corazón. En ellos está Jesús y para ellos ha venido y viene El: para que experimenten el gran amor con el que son amados y al que están destinados. Cultivemos en los niños el espíritu misionero. Abramos nuestro corazón hacia los niños de los países de misión. Ayudémosles. Podemos hacerlo de muchas maneras: una de ellas muy concreta es ofreciendo nuestra ayuda para becas de niños en países de misión, que puedan ser educados cristianamente, que reciban una educación adecuada para que vean promovida su grandeza y dignidad de ser hombres. Tengamos este año muy presentes a los niños que mueren víctimas de la violencia, a los que mueren o quedan heridos y dañados en los lugares de conflictos bélicos: Siria, Israel, Palestina, Gaza, Pakistán…. Ayudemos a que en nuestros niños arraigue el amor de Dios, y de ellos brote el testimonio de la ternura de Dios y los haga anunciadores de su amor.

+ Antonio Cañizares Llovera
Arzobispo de Valencia

Fuente original: http://www.archivalencia.org/contenido.php?a=6&pad=6&modulo=37&id=14882&pagina=1

Por Prensa