San Justino nació en Naplusa, la antigua Siquem, en Samaria, a comienzos del siglo Il. Si lo que él mismo nos narra tiene valor autobiográfico y no es —como pretenden algunos— mera ficción literaria, se habría dedicado desde joven a la filosofía, recorriendo, en pos de la verdad, las escuelas estoica, peripatética, pitagórica y platónica, hasta que, insa tisfecho de todas ellas, un anciano le llamó la atención sobre las Escrituras de los profetas, «los únicos que han anunciado la verdad». Esto, junto a la consideración del testimonio de los cristianos que arrostraban la muerte por ser fieles a su fe, le llevó a la conversión.
Más adelante Justino pasa a Roma, donde funda una especie de escuela filosófico-religiosa, y muere martirizado hacia el año 165.
Se conocen los títulos de una decena de obras de Justino: de ellas sólo se han conservado dos Apologías (que quizás no son sino dos partes de una misma obra), y un Diálogo con un judío, por nombre Trifón.
Tanto por la extensión de sus escritos como por su contenido, Justino es el más importante de los apologetas. Es el primero que de una manera que pudiéramos decir sistemática intenta establecer una relación entre el mensaje cristiano y el pensamiento helénicos predeterminando en gran parte, bajo este aspecto, la dirección que iba a tomar la teología posterior.
La aportación más fundamental de Justino es el intento de relacionar la teología ontológica del platonismo con la teología histórica de la tradición judaica, es decir, el Dios que los filósofos concebían como Ser supremo, absoluto y transcendente, con el Dios que en la tradición semítica aparecía como autor y realizador de un designio de salvación para el hombre.
En el esfuerzo por resolver el problema de la posibilidad de relación entre el Ser absoluto y transcendente y los seres finitos, las escuelas derivadas del platonismo habían postulado la necesidad del Logos en función de intermediario ontológico: la idea se remonta al «logos universal» de Heraclito, y viene a expresar que la inteligibilidad limitada del mundo es una expresión o participación de la inteligibilidad infinita del Ser absoluto.
Justino, reinterpretando ideas del evangelio de Juan, identifica al Logos mediador ontológico con el Hijo eterno de Dios, que recientemente se ha manifestado en Cristo, pero que había estado ya actuando desde el principio del mundo, lo mismo en la revelación de Dios a los patriarcas y profetas de Israel, que en la revelación natural por la que los filósofos y sabios del paganismo fueron alcanzando cada vez un conocimiento más aproximado de la verdad.
De esta forma Justino presenta al cristianismo como integrando, en un plan universal e histórico de salvación, lo mismo las instituciones judaicas que la filosofía y las instituciones naturales de los pueblos paganos. Así intenta resolver uno de los problemas más graves de la teología en su época: el de la relación del cristianismo con el Antiguo Testamento y con la cultura pagana. Ambas son praeparatio evangelica, estadio inicial y preparatorio de un plan salvífico, que tendrá su consumación en Cristo.
Sin embargo, al identificar Justino al Logos con el mediador ontológico entre el Dios supremo y transcendente y el mundo finito, a la manera en que era postulado de los filósofos, introduce una concepción que inevitablemente tenderá hacia el subordinacionismo y, finalmente, hacia el arrianismo. Cuando Justino afirma que el Dios supremo no podía aparecerse con su gloria transcendente a Moisés y los profetas, sino sólo su Logos, implícitamente afirma que el Logos no participa en toda su plenitud de la gloria de Dios y que es en alguna manera inferior a Dios.
Los escritos de Justino son también importantes en cuanto nos dan a conocer las formas del culto y de la vida cristiana en su tiempo, principalmente en lo que se refiere a la celebración del bautismo y de la eucaristía.
(Fuente: mercaba.org | Autor: Josep Vives)
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