En pleno tiempo pascual, al lunes siguiente del Domingo in albis, día de la Misericordia, acabamos de celebrar la fiesta de San Vicente Ferrer, uno de los santos que consideramos más nuestros, más valencianos, más arraigados en las costumbres y tradiciones valencianas; siempre tan vivo en la memoria y piedad popular, es el santo que ha dejado una huella más profunda en nuestra historia y en la vida valenciana. Son muchos los pueblos que conservan el recuerdo vivo de su paso, de su predicación, de sus milagros, y no pocas las instituciones que llevan su nombre perpetuando su legado. Los santos son, sin duda, el mejor fruto de la Pascua, testimonio vivo de la resurrección de Cristo. La figura de San Vicente, sobre todo en este tiempo de Pascua, nos lleva de la mano a reavivar la vocación bautismal a la que hemos sido llamados: ser santos e irreprochables ante Dios por el amor; ser santos, como Dios es santo; buscar los bienes de arriba, no los de la tierra, no contentarse con una vida mediocre, sino la propia de quienes aspiran a los bienes del cielo. Nuestra vocación es el cielo donde está Cristo resucitado. A nosotros, bautizados en Cristo, se nos pide seguirle con una vida nueva, ser hombres nuevos con una vida conforme al Evangelio, y llevar a cabo, con la fuerza del Espíritu, la obra de renovación de la humanidad, hacer posible una humanidad nueva con la novedad del Bautismo y de la vida según el Evangelio. Esto es, se nos pide ser evangelizadores: que eso es ser evangelizador.
En San Vicente Ferrer tenemos a ese santo, a ese hombre nuevo, a ese evangelizador que, en su época, llevó a cabo una obra de evangelización tan grande y transformadora como ahora la necesitamos. Fue ante todo un evangelizador, un trabajador incansable en el anuncio del Evangelio, en la obra evangelizadora de la Iglesia, a tiempo y a destiempo: fue, como san Pablo, un hombre de fe profunda a quien el amor de Cristo le apremiaba y, por eso, no podía dejar de evangelizar; lo vemos por todas las partes evangelizando. Como pocos impulsó y llevó a cabo la renovación de la humanidad en la Europa de su siglo, predicando el Evangelio, con signos y milagros que le acompañaban, sobre todo con el testimonio de la caridad a favor de los más pobres. Lo vemos en su iconografía con su dedo índice en alto apuntando al cielo, con los evangelios en la otra mano, esto es; al servicio de la difusión del Evangelio, que supo hacer llegar al corazón de las gentes con un lenguaje sencillo, con verdadero ardor que penetraba el corazón del pueblo anhelante de la alegría del Evangelio en un momento de incertidumbre, de cuarteamiento de principios, de relativismo y de relajación de costumbres. El que habría recibido en una visión el encargo de Jesucristo de evangelizar el mundo y se presentaba como legado a latere Christi, fue un apóstol gigantesco de la cristiandad europea y contribuyó decisivamente a la reconstrucción europea de aquel entonces a partir del Evangelio de la caridad, de la alegría, de la paz. Para nosotros, que sentimos la urgencia y la necesidad de una nueva evangelización de nuestras viejas tierras europeas de cristiandad y de reconstrucción humana y cristiana del viejo continente, San Vicente puede constituir un punto de referencia, un estímulo constante para llevar a cabo la misión que él llevó, y que desde el Concilio hasta nuestros días tanto nos está urgiendo el Señor. Apremia evangelizar. Es la hora de Dios, la hora de una esperanza que no defrauda: un clamor grande se escucha de todas las partes que nos está pidiendo el Evangelio de la alegría y de la paz.
La paz, en estos momentos, es frágil y quebradiza: Oriente Medio y otros tantos lugares nos están clamando por la paz. Aquí también tenemos el gran signo y la gran luz de San Vicente Ferrer. Porque él fue un mensajero de la paz, anunció y trabajó por la paz: es bienaventurado por ello, trabajador y promotor infatigable de la paz. Construir la paz es también una de las grandes tareas de nuestro tiempo y de la Iglesia, que comparte los gozos y las esperanzas, las angustias y las tristezas de hoy, se ve profundamente implicada en la edificación de la paz, tarea que, además, corresponde a su misión en el mundo. Todos nosotros debemos sentir nuestra parte de responsabilidad en promover la paz, como hombres nuevos con la novedad del Bautismo tenemos la vocación de ser constructores de la paz, como hombres llamados a seguir a Cristo por el camino por Él trazado de las bienaventuranzas, retrato de Jesús y del hombre nuevo. También aquí en España y desde España tenemos que trabajar por la paz; una España no aislable del mundo y de sus tensiones y amenazas como el terrorismo o el narco, y que, además, atraviesa y se halla inmersa en un proceso de cambio, en una situación difícil, que algunos querrían ver agravada en su contradicción interna, en la que Dios quiera que no se produzcan tensiones y violencia como en momentos no lejanos. También para ello y en este punto es un buen guía y un admirable ejemplo a seguir y ante quien interceder.
Finalmente San Vicente vivió, como todos recuerdan, en una época muy particular de la Iglesia en la que esta se encontraba ante el reto y escándalo de una unidad amenazada, o más que amenazada, rota por el cisma de Occidente. La unidad es un don y una característica de la Iglesia, que tantos desgarrones ha sufrido en su túnica inconsútil a lo largo de su historia. Todos somos conscientes de la necesidad imperiosa de la unidad de los cristianos. Que todos seamos uno, como Cristo y el Padre son uno, para que el mundo crea. La cuestión más urgente y apremiante en estos momentos es que el mundo crea. Esto depende también de que seamos uno, de que no debilitemos la unidad de la Iglesia, sino que la fortalezcamos, que en estos momentos vivamos una unidad vigorosa. Sabemos lo importante que es retejer el tejido de la unidad, lacerado por tantos factores centrífugos y disgregadores en nuestro tiempo; de nuevo se oyen voces, se escuchan rumores sordos de divisiones en el interior de nuestra Iglesia.
Necesitamos el testimonio de hombres de fe, como San Vicente Ferrer, que devuelva la unidad firme y sólida a la Iglesia y, en todo caso, la fortalezca con renovado vigor y restañe las heridas y tentaciones que puedan inducir a caminar por derroteros que debilitan la santidad de la Iglesia, su capacidad evangelizadora y su aportación imprescindible a la obra de la paz en la tierra.
Al celebrar la fiesta de nuestro san Vicente Ferrer, tan nuestro y tan entrañable, sigamos sus huellas, su guía y su luz. El nos conducirá a buen puerto y nos ayudará en nuestra gran tarea y nuestra gran aportación para llevar a cabo la obra de renovación de la humanidad, tan necesaria como urgente, de retejer el tejido social de nuestra sociedad con la novedad del Evangelio hecho presente con hombres y mujeres nuevos, que sean santos es lo que cambia el mundo e irreprochables ante Dios por el amor, luz que alumbre un mundo nuevo con la novedad del Evangelio y de una vida conforme a las bienaventuranzas y la caridad, sobre todo con los más pobres, testigos de la unidad de la Iglesia y artífices de un mundo nuevo en paz, asentada sobre la justicia, la libertad, la verdad y el amor, una nueva civilización del amor. Que San Vicente interceda por todos, especialmente por Valencia, por la Iglesia que está en Valencia, para que, con su ayuda, intercesión y ejemplo, el pueblo valenciano, que tan hondamente sintió san Vicente, vea colmadas estas aspiraciones que son su futuro y su esperanza.
++ Antonio Cañizares Llovera
Arzobispo de Valencia
Fuente original: http://www.archivalencia.org/contenido.php?a=6&pad=6&modulo=37&id=15326&pagina=1