Áurea, hermana de los santos Adolfo y Juan e hija de Artemia y de un árabe de origen linajudo sevillano, llevaba vida religiosa junto con su madre en el monasterio de Santa María de Cuteclara desde los primeros años del reinado de Abd al-Ralmran II (822-52). Su ascendencia de padre musulmán pero cristiana por formación materna le colocaba fuera de la legalidad islámica. Su familiares sevillanos se llegaron cierto día del año 856 a Córdoba para indagar la veracidad de los rumores que les habían llegado acerca de la vida cristiana de Áurea. Fingieron que le hacían una visita para saludarla, pero su intención era confirmar tales rumores. Con sorpresa vieron que no sólo era cristiana. Añadía a ello una ignominia más a su origen musulmán por su vida religiosa. Nada más comprobarlo la denunciaron al juez, quien ordenó de inmediato que se la llevara ante su tribunal. La trató benévolamente con el intento de hacerla recapacitar, dado su noble linaje musulmán, “envilecido con su servidumbre a la fe cristiana”, mancha que recaía sobre su familia. La invitó a “librarse cuanto antes de todas sus suciedades y recobrar el brillo del origen que había corrompido”. También la amenazó, en caso de negarse a ello, con que “después de varios tormentos de terrible mortificación […] sufrirás el suplicio de una muerte de lo más infame”. En un momento de debilidad y de aturdimiento, según le contaron a San Eulogio, Áurea cedió a las presiones del juez, lo que significaba la apostasía de su fe cristiana. De hecho, fue puesta en libertad sin ningún cargo, pero ella volvió al monasterio de Cuteclara donde “no .se apartó en absoluto de su propósito de la santa fe ni sufrió separarse de la compañía de los fieles” y deploraba con profundo sentimiento el error cometido.
Los musulmanes siguieron al acecho para asegurarse de la vuelta al Islam de Áurea y pudieron comprobar que seguía fiel a Cristo y a su doctrina. La mártir no ocultaba su condición y estilo de vida. Los espías la delataron ante el juez, quien ordenó que la trajeran ante él. “La reprendió por el desprecio del culto recién abrazado, la amenazó por el descuido del propósito prometido y le preguntó a voces por qué no había respetado el mandato de tan importante ley”.
“Nunca me he separado de Cristo, mi Dios, proclamó. Nunca me aparté de su piadosa religión. Nunca me uní un momento a vuestros sacrilegios, pese a que hace algún tiempo mi lengua sucumbiera ante ti por un error de mis palabras […]. Por ello, a pesar de haber caído de palabra en la trampa de la apostasía, no obstante llevaba mi corazón protegido con una viva perseverancia en la santa fe […]. Queda, pues, ahora que, conforme a la norma de vuestro impío culto, me castiguéis con espada vengadora o, si un hecho de este tipo puede pasar impune, me dejéis en adelante con toda libertad para unirme a Cristo mi Señor”.
Condenar a muerte a una descendiente de un árabe noble era un acto de mayor trascendencia del juez. Por eso, tras encarcelar a Áurea, puso el caso en conocimiento de Muhammad I. El emir no dudó en su resolución y ordenó que fuera pasada a cuchillo al día siguiente ‑19 de julio del 856‑ y se la colgara de un patíbulo, ocupado días antes por un asesino. Su cadáver fue arrojado al Guadalquivir junto con los de otros ladrones, condenados a muerte por sus delitos, y desapareció bajo las aguas. Con las noticias de su vida y martirio, San Eulogio cerró su obra titulada “Memorial de los santos”.
Fuente: Nieto Cumplido, Manuel, Córdoba: patrimonio de santidad, Córdoba 2004.
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