Fue el día de la Anunciación de la Virgen y Domingo de Ramos de 1347. La Iglesia y Siena, con cánticos y ramos de olivo, daban la bienvenida a la niña Catalina, que veía la luz de este mundo en una casa de la calle de los Tintoreros, en el barrio de Fontebranda.
A Catalina y a su hermana gemela Giovanna les habían precedido ya otros veintidós hermanos y les siguió otro, en el hogar cristiano y sencillo de Giacomo Benincasa y Lapa de Puccio del Piangenti.
Del padre, tintorero de pieles, parece haber heredado Catalina la bondad de corazón, la caridad, la dulzura inagotable, y de la madre, mujer laboriosa y enérgica, la firmeza y la decisión.
Catalina, niña, era alegre, bulliciosa, vivaracha; su encanto la hacía un poco el centro del cariño del amplio círculo familiar y de las amistades. A sus cinco o seis años tuvo su primera experiencia de lo sobrenatural —una visión en el valle Piatta— que marcó una huella definitiva en su vida y la dejó orientada hacia Dios. «A partir de esta hora pareció dejar de ser niña», cuenta uno de sus biógrafos. Comprendió la vida de los que se habían entregado a la santidad y sintió nacer en sí unos irresistibles deseos de imitarlos.
Se volvió más reservada, más juiciosa; buscaba más la soledad para tratar a solas con Dios. Ante un altar de la Virgen tomó la resolución de no querer nunca por esposo a nadie más que a Jesucristo. Pero no tendría que esperar a que llegara la madurez de su juventud para poder medir el valor y el sentido de su consagración a Dios.
Entonces, y en Italia, a los doce años, una joven tenia que empezar a preocuparse de su porvenir, y, en consecuencia, de su arreglo personal y buen parecer para agradar a los hombres. Lapa había ya casado a dos de sus hijas y pensaba que buscar el matrimonio era, al fin, como para ella había sido, la misión de toda mujer.
Hasta los quince años de Catalina duró la obstinada presión familiar. Jamás desistió ella de su primer deseo de virginidad, pero tuvo, ciertamente, una crisis en su fervor. Su vida espiritual aflojó al dejar penetrar en su alma, con una vanidad muy femenina, el deseo de complacer a las criaturas (su madre y sus hermanas) más que a Dios. La hermana Buenaventura, con más éxito que los demás, la había inducido a preocuparse de los vestidos, a teñirse el cabello, a realzar su belleza natural con el maquillaje de aquellos tiempos, casi tan completo y complejo como el de los actuales. Pero esta hermana murió en un parto en el mes de agosto de 1362. Las lágrimas abundantes de Catalina no fueron solamente por la pérdida de su hermana predilecta. La vela mortecina junto a aquel cadáver hizo penetrar una luz nueva en su alma. Ella la llamaba siempre su conversión, su vuelta a Dios, su retorno a la entrega sin reservas ni resortes de ninguna clase.
La lucha familiar se exaspera en torno de Catalina, hasta convertirse en una especie de persecución tenaz que la reduce a la condición de una sirvienta y la encierra en un aislamiento que ella aprovecha para entrar en la «celda interior» del conocimiento de sí misma y del trato habitual con Dios, que ya no abandonará de por vida. Aumenta de modo casi inconcebible sus maceraciones, su ayuno, su constante vigilia, hasta agotar la exuberancia y las fuerzas corporales de que hasta entonces había gozado.
Excepcionalmente, dados sus diecisiete años, es admitida entre las hermanas de la Penitencia de Santo Domingo, especie de terciarias dominicas, llamadas mantellate por el manto negro que llevaban sobre el hábito blanco ceñido por una correa. Sin abandonar el ambiente familiar, vivían con unas reglas propias bajo la dirección de una superiora y de un director, religioso dominico, y desarrollaban una extraordinaria actividad espiritual y benéfica. Eran las almas consagradas a los enfermos y a los pobres.
Sus primeros años de mantellata se caracterizan por una intensísima vida espiritual, con sus luchas que la purifican y elevan, por su caridad inexhausta e incansable mortificación interior y exterior, por una parte, y, por otra, por las elevadas y delicadísimas gracias místicas con que Dios la regala frecuentísimamente. Son casi cuatro años de vida solitaria entre combates furiosos y tentaciones sutiles, y el trato personal de inefable dulzura con Jesucristo, la Santísima Virgen, los santos.
El recogimiento, arrobado a veces, con que oraba, el llanto incontenible, a pesar de las prohibiciones del confesor, al acercarse a comulgar, lo que empezaba a oírse de sus mortificaciones, agitó inevitablemente la marea del ambiente de una ciudad religiosa, con sus capillitas y sus bandos, como la Siena del 1300: celos de mujeres devotas, escepticismo de frailes y sacerdotes, los doctos que opinan de la ignorancia un tanto atrevida, según ellos, de la hija del tintorero Benincasa, los corrillos de vecinas en el barrio, en el típico lavadero de Fontebranda, los rumores que llegan a los salones elegantes y a las tertulias acomodadas…
Y por la calleja pendiente que lleva a Fontebranda se ve descender una dama noble, un grave eclesiástico, un campanudo maestro en teología, el mozo despreocupado y libre hacia la tintorería para hablar con Catalina, que contaba apenas unos veinte años. Tomás de la Fuente, entonces su confesor, la había autorizado para ello. Su vibrante angustia materna por las almas la obligaba a darse siempre que se la pudiese necesitar. Son los albores de una fecunda maternidad espiritual, que no iba a limitarse a los senos misteriosos de la intimidad del Cuerpo Místico; son los primeros contactos de una nueva gran familia que nace.
Iba a empezar para esta criatura enferma y frágil el portento de una actividad múltiple de apostolado, de acción política y diplomática en favor de la Iglesia. Dios la iba preparando para esta misión con sus gracias y sus pruebas. Le hacía ahondar incesantemente en la consideración de la propia «nada» frente al «Ser» de Dios, base de toda su vida espiritual. La admirable vida activa que llevaría a cabo por voluntad de Dios hasta el día de su muerte necesitaba una no menos admirable intensidad de vida interior. Pero en Catalina la actividad y el recogimiento jamás entraron en colisión ni se desarrollaron en doloroso contrapunto, como en la mayor parte de las almas. Eran dos modos externamente distintos, internamente idénticos, de amor a Dios, de darse a Dios, de vivir su entrega de modo eficaz y práctico.
En el umbral de su vida pública de apostolado y de acción pacificadora entre las potencias terrenas se verifica su místico desposorio con Jesús, del que, como testimonio perenne, guardará en su dedo, hasta la muerte, una alianza imperceptible a todos los demás.
En mayo de 1374 se reunía en Florencia, en la capilla llamada «de los españoles», el Capítulo general de la Orden de Predicadores. Por la responsabilidad que a la Orden podía caberle, tratándose de una terciaria, el Capítulo asumió la tarea del examen del espíritu de Catalina Benincasa. Lo aprobó y le señaló como confesor y director al hombre sabio, prudente, fervoroso que era Raimundo de Capua. Por Raimundo de Capua, elegido al poco de morir Catalina maestro general de la Orden, conocemos, con riquísima abundancia de detalles, la vida, las virtudes, las gracias místicas y las actividades de la que fue su hija y maestra al mismo tiempo.
La terrible peste negra que ha pasado a la historia como la gran mortandad y en la que pereció más de la tercera parte de la ciudad de Siena, ofreció a Catalina y a Raimundo de Capua y demás «caterinatos», a su retorno de Florencia, una nueva oportunidad para el heroísmo en su amor al prójimo.
Luego las ciudades de Pisa, donde —entre otros prodigios– recibió los estigmas invisibles de la Pasión; Lucca, cuya alianza con Florencia en la lucha contra el Papa trató de impedir a toda costa, y de nuevo Pisa y Siena fueron el escenario del vivir virtuoso y del apostolado de la Santa.
Movida por su implacable anhelo de servicio de la Iglesia y rogada por la ciudad de Florencia, que se hallaba castigada con la pena del entredicho por su rebeldía contra el Papa, Catalina emprende en la primavera de 1376 su viaje a la corte pontificia de Aviñón. Estaba íntimamente convencida de que la presencia del Romano Pontífice en su Sede de Roma tenía que contribuir grandemente a la reforma de las costumbres, a la sazón muy relajadas en los fieles, en los religiosos y en el clero alto y bajo, y a la pacificación del hervidero de luchas enconadas de las pequeñas repúblicas que formaban el mosaico político de Italia entre sí y de buena parte de ellas con el poder temporal de la Santa Sede.
Con la humilde y sumisa intrepidez con que antes y en otras ocasiones había dirigido sus cartas al sucesor de Pedro, le habló personalmente en esta ocasión. Aquella terciaria de veintinueve años no tenía más razones que las razones de Dios, Gregorio XI, de carácter débil y fluctuante, decidió, por fin, abandonar Aviñón y volver a Roma el 13 de septiembre de aquel mismo año.
Al año siguiente una misión de paz lleva a Catalina al castillo de Roca de Tentennano, en la Val D’orcia. La acompañan algunos frailes, entre ellos su director fray Raimundo de Capua, algunos discípulos y mantellate. Apacigua los miembros de las familias de los señores del Valle y su estancia allí se convierte en una singular y fecundísima misión pública.
Mientras tanto, la situación política de Florencia se había ido agravando desde los últimos meses. Los florentinos exasperados se habían rebelado contra el entredicho pontificio y habían celebrado insolentemente solemnidades religiosas en la plaza de la Señoría. El Papa manda a Catalina a Florencia. En una de las sublevaciones populares la Santa se ve amenazada de muerte. En medio de las negociaciones, Gregorio XI es sucedido por Urbano VI, al que la Santa escribe cartas que son un puro clamor de angustia, una súplica instante. Llega, por fin, la paz entre la ciudad de Florencia y la Santa Sede, pero poco después empieza a verificarse uno de los más amargos vaticinios de Catalina: el cisma de Occidente, con su antipapa, cisma al que abrieron las puertas, más que el carácter áspero y duro de Urbano VI, la ambición de unos gobiernos y la relajación y poco espíritu de los cardenales de la Corte pontificia.
De retorno a Siena, sumida el alma en la amargura indecible de los males que agobian a la Santa Iglesia, Catalina se engolfa en la contemplación de la Misericordia y de la Providencia y vuelca su alma de fuego, toda la luminosa experiencia del conocimiento de Dios y de sí misma, todo el ardor de su anhelo por el bien de la Santa Iglesia, en las páginas de este libro incomparable, que la contiene y resume a toda ella, que es el Diálogo de la Divina Providencia.
Las páginas vivas, palpitantes, del Diálogo contienen el grito inenarrable que compendia toda la existencia y la misión de Catalina, dirigido a Dios: «Por tu gloria, Señor, salva al mundo». Santa Catalina escribió en él no lo que sabia, sino lo que vivía, lo que era, recogiendo una serie de experiencias místicas que se habrían perdido definitivamente para nosotros si, de modo providencial, no hubieran encontrado el eco cálido en las páginas del Diálogo. Con la misma fuerza captamos en ellas la respuesta divina en una promesa de misericordia sobre el hombre y la Santa Iglesia y en la enseñanza de los caminos por los que el hombre hallará su salvación.
En octubre de 1378 había terminado el dictado del mismo a tres de sus discípulos, que la servían también de secretarios para su abundante correspondencia. Hasta nosotros han llegado casi 400 cartas, vivo retrato de su alma excepcional, eco apasionado en su mayor parte, de sus objetivos: la reforma y la cruzada para la reconquista de los Santos Lugares,
El Papa la quiere, en estas horas luctuosas, junto a sí, en Roma. En la Ciudad Eterna lleva a cabo una ardiente campaña en favor del verdadero papa Urbano VI. Habla en Consistorio a los cardenales, sigue escribiendo cartas a las personas de mayor influencia, llama junto a sí a las más relevantes personalidades, por su santidad, que había en Italia. Su visión es clara, irreductible: los males de la Iglesia no tienen más remedio que una inundación de santidad en los miembros de la jerarquía y en el pueblo fiel. No por esto deja de estar presente y de trabajar infatigable entre los partidarios de uno y de otro Papa.
En los primeros meses del año 1380 —último de su existencia terrena— la vida de Catalina parece una pequeña llama inquieta que apenas puede ser ya contenida por la fragilidad del cuerpo que se desmorona. Pero mientras viva será un holocausto por la Santa Iglesia. Ella misma había escrito antes: «Si muero, sabed que muero de pasión por la Iglesia». «Cerca de las nueve —dice en una emocionante carta a su director—, cuando salgo de oír misa, veríais andar una muerta camino de San Pedro y entrar de nuevo a trabajar en la nave de la Santa Iglesia. Allí me estoy hasta cerca de la hora de vísperas. No quisiera moverme de allí ni de día ni de noche, hasta ver a este pueblo sumiso y afianzado en la obediencia de su Padre, el Papa». Allí, arrodillada, en un éxtasis de sufrimiento interior y de súplica, se siente aplastada por el peso de la navicella, la nave de la Iglesia, que Dios le hace sentir gravitar sobre sus hombros frágiles de pobre mujer. «Catalina —escribía otro de sus discípulos— era como una mansa mula que sin resistencia llevaba el peso de los pecados de la Iglesia, como en su juventud había llevado desde la puerta de la casa hasta el granero los pesados sacos de trigo.»
Cerca de la iglesia y del convento de los padres dominicos de Santa María de la Minerva, en la Vía di Papa, tenía durante su estancia en Roma su humilde habitación. Dicta sus últimas cartas-testamento, desbordantes de ternura y de firmeza, con su habitual visión sobrenatural de todas las cosas. Interrumpe reiteradamente su dictado, con un suspiro hondo: «Pequé, Señor; compadécete de mí», o con el grito anhelante de amor a Jesucristo crucificado que había consumido toda su existencia: «Sangre, sangre».
Rodeada de muchos de sus discípulos y seguidores, consumida hasta el agotamiento y el dolor por la enfermedad, ofrendaba el supremo holocausto de una vida consagrada íntegramente a Dios y a la Santa Iglesia. Con las palabras de Jesús: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu», radiante su cara de luz inusitada, inclinó suavemente la cabeza y entregó su alma a Dios, en la plenitud del estallido de la primavera romana. Era el 29 de abril, domingo antes de la Ascensión del Señor del año 1380.
La Santa Madre Iglesia, con el sello de su autoridad, avaló el prodigio de santidad de la humilde hija del tintorero de Siena, por boca de su vicario Pío II, al canonizarla solemnemente en la festividad de San Pedro y San Pablo del año 1461.
Fuente: http://www.mercaba.org/SANTORAL/Vida/04/04-29_s_catalina_de_sie
La entrada Santa Catalina de Siena apareció primero en Diócesis de Córdoba.
Fuente original: https://www.diocesisdecordoba.es/santo-del-dia/santa-catalina-de-siena