Eulalia, de esclarecido linaje por su nacimiento, «pero más todavía por la condición de su muerte», nació en Mérida, la famosa ciudad antigua de los vetones, a fines del siglo III.
En aquellos días la colonia Augusta Emérita, que debía sus nombres a los eméritos, o soldados jubilados de la guerra contra los cántabros, y a Augusto, que para ellos la fundó el año 25 antes de Jesucristo con la categoría de capital de la Lusitania, era una de las ciudades más importantes de la Península Ibérica.
Plácidamente asentada en una vega regada por el río Anas —nuestro Guadiana—, por el que subían y bajaban constantemente las naves de los mercaderes y traficantes orientales, que internaban en la Península sus mercancías a cambio de las riquezas naturales del suelo hispano, Mérida se convirtió poco a poco en una ciudad cosmopolita donde convivían y alternaban romanos y griegos, indígenas y orientales; la prosperidad y floreciente vida comercial, la grandeza y magnificencia de sus templos y edificios públicos y privados, bien le merecieron el apelativo de la Roma de España.
Pues bien: esta esclarecida ciudad romano-hispana, que debió de ser de las primeras de nuestra Península que vió brillar la luz del Evangelio, iba a inmortalizar su nombre a principios del siglo IV, al ser la patria terrena de una de las mártires más famosas del cristianismo: Eulalia.
Doce años había cumplido cuando sufrió, intrépida, su martirio. Mas ya antes había manifestado cuál era su vocación: aspirar al cielo y guardar intacta su virginidad. En efecto, contra lo que suele acontecer, desdeñó muy pronto las muñecas y otros juguetes con que suelen divertirse las niñas de poca edad: despreciaba las joyas y aderezos femeninos; era seriecita de cara, modesta en el andar, y en sus costurnbres infantiles reflejaba la gravedad de los ancianos.
Pero cuando la cruel persecución conmovió a los siervos del Señor, obligando a los cristianos a ofrecer incienso y sacrificar víctimas a los dioses, se enardeció el espíritu de Eulalia, y así, con su intrépido carácter y suspirando en su corazón por la gloria de Dios, se dispuso a desafiar las armas de los hombres,
Mas he aquí que sus padres, que conocían muy bien la animosidad de Eulalia, procuraron alejarla solícitamente de la ciudad, llevándola a una casa de campo apartada, no fuera caso que la valerosa muchacha quisiera comprar a precio de sangre su amor a la muerte.
Pero una noche, cuando por nerviosa no podía conciliar el sueño, agobiada por la triste situación de aquel retiro obligado, sin que nadie la viera, protegida por la oscuridad, abrió sigilosamente las puertas de su casa, franqueó los portones de la cerca y, fugitiva, emprendió su camino a campo traviesa. Con paso diligente recorrió en aquella oscura noche las varias millas que la separaban de la ciudad, acompañada en aquellos caminos llenos de abrojos y zarzales por una luminosa comitiva angélica, no de otro modo que el pueblo de Dios guiado por una columna de luz en el desierto.
De madrugada, antes de la salida del sol, llegó a la ciudad, y, valerosa, se presentó ante el tribunal, en medio de cuyos lictores vociferó a los magistrados: «Decidme, ¿qué furia es esa que os mueve a hacer perder las almas, a adorar a los ídolos y negar al Dios criador de todas las cosas? Si buscáis cristianos, aquí me tenéis a mí: soy enemiga de vuestros dioses y estoy dispuesta a pisotearlos; con la boca y el corazón confieso al Dios verdadero. Isis, Apolo, Venus y aun el mismo Maximiliano son nada: aquéllos porque son obra de la mano de los hombres, éste porque adora a cosas hechas con las manos. No te detengas, pues, sayón; quema, corta, divide estos mis miembros; es cosa fácil romper un vaso frágil, pero mi alma no morirá, por más acerbo que sea el dolor»,
Airado sobremanera el pretor al oír tales requerimientos, ordenó furioso: «Lictor, apresa esta temeraria y cúbrela de suplicios para que así sepa que hay dioses patrios y que no es cosa baladí la autoridad del que manda», Pero inmediatamente, como volviendo sobre sí, dijo el pretor a Eulalia: «Mas, antes de que mueras, atrevida rapazuela, quiero convencerte de tu locura en lo que me es posible. Mira cuántos goces puedes disfrutar, qué honor puedes recibir de un matrimonio digno. Tu casa, deshecha en lágrimas, te reclama: gimiendo estará la angustiada nobleza de tus padres, puesto que vas a caer, tan tiernecita, en vísperas de esponsales y de bodas. ¿O es que no te importan las pompas doradas de un lecho ni el venerable amor de tus ancianos padres, a quienes con tu obstinada temeridad vas a quitar la vida? Mira, ahí están preparados los instrumentos del suplicio: o te cortarán la cabeza con la espada, o te despedazarán las fieras, o se te echará al fuego, y los tuyos te llorarán con grandes lamentos, mientras tú te revolverás entre tus propias cenizas. ¿Qué te cuesta, di, evitar todo esto? Con que toques tan sólo con la punta de tus dedos un poco de sal y un poquito de incienso, quedarás perdonada».
Pero Eulalia nada respondió, sino que, arrebatada de indignación, escupió al rostro del pretor, arrojó al suelo los ídolos que tenía delante de sí, y de un puntapié echó a rodar la torta sacrifical puesta sobre los incensarios.
Inmediatamente dos verdugos se aprestaron a desgarrar sus tiernos pechos y los garfios abrieron sus virginales costados hasta llegar a los huesos, mientras Eulalia tranquilamente contaba sus heridas.
Al contemplar aquella carnicería, Eulalia decía al Señor sin lágrimas ni sollozos: «He aquí que escriben tu nombre en mi cuerpo. ¡Cuán agradable es leer estas letras, que señalan, oh Cristo, tus victorias! La misma púrpura de mi sangre exprimida habla de tu santo nombre».
Y tan abstraída estaba la mártir en su oración, que el dolor atroz que debían causarle aquellos tormentos pasaba totalmente desapercibido, a pesar de que sus miembros, regados con tierna sangre, bañaban de continuo la piel con nuevos borboteos calientes.
Ante aquella intrepidez, los esbirros se dispusieron a aplicarla el último tormento; mas no se contentaron con propinarla azotes que la desgarraran fieramente la piel, que sería poco, sino que la aplicaron por todas partes, al estómago, a los flancos, hachones encendidos. Pero, así que la perfumada cabellera que se deslizaba ondulante por el cuello y se desparramaba suelta por los hombros para cubrir la pudibunda castidad y la gracia virginal de la mártir tocó el chisporroteo de las teas, la llama crepitante voló sobre su rostro, nutriéndose con la abundosa cabellera, y la envolvió por completo. Y la virgen, deseosa de morir, se inclinó hacia la llamarada y la sorbió con su boca,
Y, ¡oh maravilla!, he aquí que de su boca salió, rauda, una paloma más blanca que la nieve, que, hendiendo el espacio, tomó el camino de las estrellas: era el alma de Eulalia, blanca y dulce como la leche, ágil e incontaminada. Así lo vieron estupefactos y dieron de ello testimonio el verdugo y el mismo lictor al huir aterrorizados y arrepentidos. La Virgen torció delicadamente el cuello a la salida del alma; apagóse el fuego de la hoguera, y, por fin. quedaron en paz los restos exánimes de la mártir. Todo esto acaeció un día 10 de diciembre.
El cielo cuidó en seguida de velar por el tierno cuerpo de aquella virgen y rendirle las debidas honras fúnebres, porque al punto cayó una nevada que cubrió el foro, y en él el cuerpecito de Eulalia, que yacía abandonado en la helada intemperie como para protegerlo con una grácil mantilla blanca.
Tal es la primorosa descripción que nos dejó Prudencio del martirio de Eulalia de Mérida, en admirable coincidencia con las actas que sobre estas mismas hazañas escribiera un testimonio ocular. ¡Cuán distinto es el sabor y cuán lejos de la realidad histórica están otras «vidas» de la Santa emeritense!
Sigilosamente se aprestarían los cristianos de Mérida a rescatar las preciosas reliquias de aquella intrépida niña que con su muerte acababa de dar tan espléndido testimonio de la fe. Embalsamarían delicadamente su cuerpo y le darían sepultura precisamente en aquel mismo lugar donde pasada la tremenda borrasca de la persecución, se levantó una espléndida basílica, cuyo mármol bruñido -según testimonio de Prudencio, que la vió- iluminaba con cegadores resplandores sus atrios, donde los resplandecientes techos brillaba,n con áureos artesonados y los pavimentos de mármol jaspeados daban al peregrino la sensación de pasear en un prado en que se entremezclaban y combinaban las rosas con las demás flores. Y con un lirismo exultante termina el poeta su descripción: «Fuera las lágrimas dulzonas y melindrosas… Cortad, vírgenes y donceles, purpúreas amapolas, segad los encendidos azafranes: no carece de ellos el invierno fecundo, pues el aura tépida despierta los campos para llenar de flores los canastillos. Ofreced, ¡oh jóvenes!, estos presentes, que yo, en medio del corro también quiero llevar una corona en estrofas de poesía, vil y ajada, pero alegre y festiva. Así conviene venerar los huesos que yacen bajo el altar; ella mientras tanto, a los pies de Dios, ve todo esto e intercede, benévola, por nosotros».
(Fuente: http://www.mercaba.org/)
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