Estamos pisando ya los umbrales de la Semana Santa. Semana, por excelencia, Santa, para conmemorar los acontecimientos centrales de nuestra fe y de la historia de la humanidad.
Lo que acaeció en Jerusalén en tiempo de Anás y Caifás, de Herodes y Pilatos, en la persona de Jesús, el Nazareno, su entrada triunfal en Jerusalén, su cena con los discípulos, su traición, prendimiento, pasión, condena, muerte y sepultura, su resurrección ha roto de manera definitiva y para siempre el dominio del mal sobre los hombres, ha aniquilado los temores y las angustias del mundo entero y nos ha traído la salvación a todos.
Aquello se mantiene vivo y actuante en la memoria de la Iglesia. Aquello se hace presente en los signos, gestos y oraciones de la liturgia, particularmente en la Eucaristía, y lo rememoramos en los desfiles procesionales llenos de piedad y devoción.
Todo aquello recobra especial viveza y singular intensidad en las celebraciones de estos días santos de la gran Semana del año en los que la Cruz y la Resurrección de Jesús iluminan todos los caminos de la vida, los años todos de la historia y cada uno de los corazones de los hombres pecadores, redimidos ya por el amor de Dios entregado en su Hijo.
Comienza la Semana Santa con la conmemoración de la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén. Jesús entró en la ciudad santa sentado en un asno que ni siquiera era suyo, pues Él no tenía ninguno. Al hacerlo así se sirve de una profecía de Zacarías que todos los hombres de su pueblo entendían: los caballos, símbolo en aquel tiempo del poder guerrero algo semejante a lo que hoy son los carros de combate desaparecerían. El verdadero rey de Israel no vendrá en un caballo, no se mezclará en la lucha de los poderes de este mundo ni representará poder alguno, sino que hará su entrada a lomos de un pollino, símbolo de la paz, el animal de los pobres desprovistos de todo poder guerrero. La entrada en un asno prestado es símbolo de la impotencia terrena y cumplimiento de la promesa profética. Mas ¿cuál es su reinado? El asno prestado es la expresión de la falta de poder terrenal, mas también de la confianza absoluta en el poder de Dios. Este poder está representado en Jesús. Cristo no ha levantado su propio imperio junto al reino de Dios. Él da fe exclusivamente del reino del Padre. Su nada es su todo. Jesús no representa el poder terreno, sino la verdad, la justicia y el amor: sale fiador únicamente de Dios. No son los belicosos, los revolucionarios, los violentos quienes humanizan el mundo. Estos, detrás de sí, dejan restos y sangre. Lo que nos hace vivir es la fe en Jesucristo, el hombre a lomos de un borrico prestado, el verdadero rey, el verdadero y definitivo poder del mundo. La exigencia de este día consiste en asentar nuestra vista en este poder, en El.
Los que creemos y amamos a Jesucristo, rebosantes de agradecimiento y compungidos por nuestros pecados, miramos a la Cruz redentora para contemplar y adorar al que cuelga de ella y confesar: «Verdaderamente, Este es el Hijo de Dios; el Cordero sin mancha que quita el pecado del mundo; el Siervo de Dios, triturado por nuestros crímenes, sus heridas nos han curado y nos han traído la paz y la reconciliación al mundo entero». «¡Feliz culpa que mereció tal Redentor!».
Y en la cima de la noche que culmina y cierra esta Semana por excelencia Santa, alboreando ya el nuevo día de un nuevo tiempo, de una nueva Semana, de una nueva Creación, nos abrimos a la esperanza firme que brota del hecho de que CRISTO HA RESUCITADO; la losa pesada del sepulcro, con la que se pretendía olvidar su memoria y abandonarlo a la muerte, no lo ha podido retener. Vive para siempre. Su humanidad, nuestra humanidad que es la suya, ha penetrado de manera irrevocable en la gloria de Dios. ¡Dios quiere que el hombre viva!
Cada día, en todas partes, de manera más intensa el Jueves Santo, todo esto se cumple y hace presencia en el memorial eucarístico de la Cena del Señor «Haced esto en memoria mía». Ahí recordamos su muerte, repetimos sus palabras, adoramos y comemos su cuerpo y bebemos su sangre derramada para el perdón de nuestros pecados. Ahí proclamamos su resurrección y bebemos en la fuente de la vida que brota del Costado y las llagas abiertas del Señor Crucificado que intercede sin cesar ante el Padre por sus hermanos. Ahí reavivamos incesantemente la esperanza y el anhelo de que vuelva y todo participe de su victoria definitiva sobre los poderes de mal y de muerte.
Esto celebramos los cristianos en la Semana Santa. Es preciso que los cristianos vivamos estos días con especial intensidad religiosa y de fe cristiana. Es preciso que vivamos desde esta fe, hondamente, los acontecimientos de la pasión, muerte y resurrección de Nuestro Señor Jesucristo. Hay que escuchar y meditar los pasajes de la Sagrada Escritura que nos hablan de estos hechos que han marcado definitivamente la historia. Dedicar tiempo en estos días a la oración y a la contemplación personal y en el seno de las familias. Participar intensa y religiosamente en las celebraciones litúrgicas; participar como familias. Habría que acercarse al sacramento de la Reconciliación y de la Penitencia para tomar parte y gozar del perdón que proviene del madero de la Cruz. Comamos el Cuerpo y bebamos la Sangre del Cordero de Dios, inmolado para que tengamos vida eterna y adorémosle con sencillez, alegría y esperanza. Vivamos, de manera especialmente fuerte, la caridad que brota del Costado abierto de Cristo y de su Cuerpo entregado con obras de caridad significativas y costosas, con limosnas importantes, con visitas a los enfermos y a los pobres y desamparados, con prestaciones voluntarias a los servicios eclesiales de Caridad. Tomemos parte, bañándolas de sentido hondamente religioso, en las procesiones y manifestaciones populares de la fe, que quieren sacar a la calle lo que se celebra en los templos.
+ Antonio Cañizares Llovera
Arzobispo de Valencia
Fuente original: http://www.archivalencia.org/contenido.php?a=6&pad=6&modulo=37&id=15248&pagina=1