Desde que estamos en Pruna, se ha convertido en tradición que mi padre encienda una candela en el patio por Navidad. Le encanta. Le evoca recuerdos de las navidades pasadas en casa de mi abuela Elena, donde nos reuníamos todos en aquella vieja, pero hermosa casa de vecinos, donde nos comíamos la cena en el almuerzo con todos los amigos que llegaban en busca de fiesta. Este 31 de diciembre pasó algo parecido. Bien temprano, mi padre colocó en medio del patio el viejo balde de cinc que guardamos para estas ocasiones y derrochó leña, de olivo, que hacía pocos días Eduardo, en un descanso buscado, nos trajo como siempre. Alrededor del crujir de la leña, comenté con mi padre que el Papa había muerto. ¿Francisco? Me pregunta con familiaridad desbordante. Yo le aclaro que no, que el emérito, el viejecito, el de la JMJ.
Alrededor del fuego, y junto a mi padre, mi mente voló hacia aquellos días en los que conocí al difunto. Fue anterior a la JMJ de Madrid. Allí tuve la dicha de poder saludarlo en persona, besar el anillo del pescador y mirarle a los ojos. Unos ojos pequeños, vidriosos. Siempre me ha gustado pensar que eran de la emoción al poder contemplar un horizonte infinito de jóvenes que adoraron a Jesucristo. No, no. Fue antes. Nos conocimos antes. Como en un acto reflejo, saqué el móvil y busqué “Dios es amor”. Pincho nervioso en la primera página que me ofrece el buscador y ahí está. Mi primer encuentro.
Entonces, del patio de la casa rectoral de Pruna salté, casi sin darme cuenta, a un vagón de tren, destino Lebrija. Allí leí las primeras páginas de la primera encíclica de Benedicto XVI. No daba crédito. Era el primer documento de un Papa que leía. Lo que más me sorprendió es que lo entendía. Y tras las primeras notas de eros y agapé, fui percatando que aquellas primeras palabras de mi interlocutor me hacían reconocer la grandeza y la concreción Dios en mi propia vida.
Después, de Benedicto XVI leí todo lo que pude y calló en mi mano. A algunos amigos sacerdotes les gusta decir que lo he leído todo de él. Pero no es cierto. A él, al Papa emérito, le debo que me acompañase durante el camino precioso y a la vez duro del descubrimiento de la vocación sacerdotal. Al igual que otros sacerdotes, él estuvo a mi lado, en el metro, en la mesita de noche, en cualquier rato, para indicarme donde estaba lo esencial, para que pudiera descubrir a través de la belleza, la verdad.
Dice la gente sabia de Pruna que una candela da mucha compañía. Es por lo que cojo una silla, y junto al fuego, le pido a Dios por el eterno descanso de Benedicto XVI. Como el incienso sube hasta lo más algo de las naves de nuestros templos, así subió mi oración por el querido Papa emérito.
Después empezaron a llegar los amigos. Esos que hemos conocido aquí, en el pueblo, y que sin querer se han convertido en parte de la familia. Y mis padres los agasajan de tal manera que casi nos cenamos la Nochevieja en el almuerzo. Con todos ellos en la mesa, con el calor de los rescoldos de la candela mañanera, confirmo otra vez más asombrado, ensimismado, que todo esto, tu vida, la mía, nuestra fe, nuestras historias, son producto del encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva.
Pedro Reina, párroco de San Antonio Abad (Pruna) y del Dulce Nombre de Jesús (Algámitas)
Fuente original: https://www.archisevilla.org/una-candela-jmj-un-encuentro/